11 septiembre 2020
11 sep 2020

Perdonar 70 veces 7

Perdonar 70 veces 7
de  Gonzalo Arnáiz Álvarez, scj
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El evangelista Mateo (18, 21-35) sigue sus catequesis a la comunidad eclesial para ayudarla a crecer en su vida cristiana. Si el domingo pasado nos hablaba de la corrección fraterna, hoy nos habla de la necesidad del perdón y sobre todo del alcance del perdón.

Para ello recurre a la parábola del rey magnánimo y del siervo inicuo que Jesús contó a Pedro a partir de una pregunta que le hizo  sobre las veces que hay que estar dispuesto a perdonar. Pedro pregunta por los límites del perdón, sabiendo que los escribas habían indicado el límite en cuatro veces. El afirma “siete” que es una forma de decir “Muchas veces o casi siempre”. Jesús le anima a ir un poco más allá afirmando o reduplicando el “siempre”. El perdón no tiene límite y es necesario perdonar al hermano una y otra vez.

Esta exigencia del perdón continuo parece una quimera o un imposible; parece poner el listón muy alto para que intentemos alcanzarlo, pero a sabiendas de que nunca lo conseguiremos.

Está claro que Jesús no pone listones altos o bajos y que invita siempre a algo que es posible si nos ponemos y entramos en la dinámica de Dios. Y para ello propone la parábola del siervo inicuo donde todo es exagerado. Una deuda enorme, impagable y otra deuda bastante asequible. Un amo o rey que perdona todo por compasión y un siervo incapaz de perdonar una minucia, incluso después de haber sido favorecido con el mayor de los indultos.

Para Jesús el modelo siempre es “El Padre” y nos invita a ser como el Padre. Para saber cómo y cuánto hay que perdonar hay que lanzar nuestra mirada hacia Dios. Y Jesús afirma de Dios que perdona siempre. Que el nombre de Dios es Misericordia y que perdona siempre-siempre-siempre (70 veces 7). Y que ese perdón de Dios siempre va por delante y es incondicional por su parte. Esto quiere decir que por la otra parte debe darse una determinada actitud.

El discípulo se sabe y conoce este perdón de Dios en su persona. Reconoce o reconocemos ante Dios que le somos deudores de muchas cosas y que también muchas veces hemos sido infieles y pecadores. El Señor perdona nuestras deudas.

Esta experiencia del perdón es la que lleva de inmediato al perdón a los hermanos. Como yo he sido perdonado, de la misma manera perdono yo. Dios me perdona siempre; yo perdono siempre. Nosotros perdonamos a nuestros deudores.

Es la petición del “padrenuestro” hecha vida. Perdona nuestras deudas como nosotros perdonamos a nuestros deudores. Que no es una condicional sino una afirmación de que los dos perdones van unidos; que uno lleva al otro; y que si no acontece el segundo es porque no hemos aceptado ni experimentado primeramente el perdón de Dios.

La tranca del perdón no está en Dios sino en mí que no acepto ese perdón y me vuelvo incapaz de realizar ese perdón. Ni una vez, ni mil veces. Soy incapaz de salir de mi caparazón. Sigo envuelto por el odio y la violencia. Soy agresivo y ofensivo. Me convierto realmente en “lobo” para el hombre.  Agarro por el cuello, destruyo y rompo la comunidad.

Decimos frecuentemente que el que no experimenta el amor gratuito de sus padres difícilmente será capaz de ser él mismo gratuito para los demás e insertarse fácilmente en una comunidad fraterna y humana. Pues aquí decimos lo mismo. Cuando el amor se ejerce en la misericordia y el perdón, si uno no acepta ser perdonado o no reconoce estar necesitado de la misericordia y del perdón, difícilmente será capaz de perdonar algo, a no ser por conveniencia o por apariencia; pero nunca un perdón desde el corazón.

¡Y que necesitados estamos del perdón! Del perdón recibido y del perdón dado. En nuestras comunidades eclesiales y en nuestras comunidades naturales o sociales vemos que no todo es perfecto y que se dan muchos fallos y lagunas en las relaciones interpersonales. Sería bueno que nos sintiéramos necesitados del perdón. Tanto de pedir perdón como de perdonar. No es fácil perdonar; no es fácil pedir perdón. Pero es necesario ejercitarlo y nos irían mucho mejor las cosas.

El perdón es siempre posible y es mucho mejor que no perdonar. El que se cierra al perdón lo que hace es acumular odios y cerrazones y consigue destruirse y destruir. Puede pensar que está salvando su honor, pero está corroyendo su corazón y su capacidad de amar y de relación.

No será fácil para una persona rota y pisoteada por la violencia, el desprecio y el abuso, dar paso al perdón radical. Es necesario un proceso de curación y de asimilación. Pero al final del proceso, lo mejor será conceder el perdón que mantener la ruptura por siempre.

Desde la medida humana puede resultar imposible o por lo menos bastante difícil; pero si entramos en la dinámica de la fe y del amor y nos acogemos a este amor misericordioso de Dios para con nosotros y nos dejamos arrastrar por él, entonces se allanarán los collados y los valles. Se nos abrirá el corazón al perdón y a la misericordia frente al prójimo. Seremos profetas del amor y servidores de la reconciliación de los hombres y del mundo en Cristo

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