23 junio 2025
23 jun. 2025

Comprender el amor

Comprender el amor
Carta con ocasión de la Solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús, 27 de junio de 2025
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Desde la vida

A estas alturas, a nadie sorprende ya la sucesión de palabras, acciones y omisiones que a diario menoscaban la dignidad humana en este mundo que compartimos. Algunas ocurren en nuestro entorno más cercano, mientras que otras rebasan fronteras. Estas situaciones se han vuelto tan comunes que terminan por parecernos familiares, como esas series televisivas que se prolongan sin fin, reinventándose cada temporada con distintos personajes y escenarios, pero cuyo contenido esencial apenas cambia.

De hecho, y sin tener que pensar demasiado, sería fácil enumerar en apenas unos minutos una buena cantidad de episodios de violencia. ¿Quién no conoce a alguien que ha sufrido abusos o maltrato? ¿Quién no está al tanto de tragedias, como las que acontecen en Gaza, que arrasan con la vida de personas inocentes? ¿Quién no se ha percatado del deterioro sistemático de nuestro planeta?

La lista sería tan larga como incompleta, porque el tema es insaciable. Hay que tener en cuenta, además, que la violencia es emprendedora y ambiciosa, al punto de legitimarse a sí misma en los ámbitos político, económico e incluso en los espacios más íntimos y piadosos. Esto es algo que conocen bien, entre otros, los inmigrantes que viven con el temor de ser deportados – ¡cuántos en Europa y Norteamérica! – o las víctimas de aquellos que abusan de su poder, también en la Iglesia, para dañar a los más vulnerables. A pesar de que la violencia pueda camuflarse bajo un edulcorado “por tu bien”, “porque te quiero”, “por el bien de todos” o “para tu salvación”, la realidad es que actúa como una enredadera que se expande y asfixia.

Desde la Palabra

Pero todo lo anterior, ¿qué tiene que ver con la solemnidad que celebramos? Quizás esta relación se deba a que las escenas de Nuestro Señor que más profundamente arraigan nuestra devoción a su Corazón ocurren en contextos marcados por la injusticia y la violencia, como los de su Pasión. Asimismo, estas escenas tienen lugar en entornos caracterizados por el desprecio y la ingratitud hacia Él y su mensaje a lo largo de la historia, tal como Él mismo se lo reveló a Santa Margarita María de Alacoque. Sin embargo, su Corazón siempre abarca todos los tiempos, incluso los más difíciles y aciagos para la humanidad.

Todo indica, sin lugar a dudas, que estamos viviendo tiempos del Corazón de Jesús. Tiempos como los que experimentó un delincuente en el Gólgota, una humilde religiosa en un monasterio de la campiña francesa, y cada día, la gente más sencilla que, en cualquier circunstancia, pronuncia un sincero: “Corazón de Jesús, en vos confío”.

Este es el Corazón que nos impulsa a mantenernos alerta, a saber mirar sin ensimismamientos, para comprender lo que sucede a nuestro alrededor. Nos invita a discernir cómo involucrarnos y en dónde situarnos para contribuir, como hizo un samaritano, a que nuestra casa común sea más de todos y esté mejor cuidada.

Una de las miradas más emotivas de Jesús – y seguro que recuerdas otras – tuvo lugar mientras subía hacia Jerusalén por el monte de los Olivos. Iba acompañado del entusiasmo ingenuo de sus discípulos y del descontento ordinario de los fariseos. A un cierto punto se detuvo ante una panorámica que le conmovió profundamente:

Cuando estuvo cerca y vio la ciudad, se puso a llorar por ella, diciendo: «¡Si tú también hubieras comprendido en este día el mensaje de paz!» (Lc 19,41-42).

El Evangelio no oculta los sentimientos de Jesús hacia Jerusalén, la ciudad amada[1]. Él veía en ella una ciudad insatisfecha, descontenta. Una ciudad sometida a un poder extranjero y llena de disputas entre quienes se creían más religiosos que los demás, pero que en realidad estaban presos de sus propios prejuicios.

Desde el monte, Él contemplaba una ciudad desconfiada, saturada de discriminaciones hacia muchos de sus mismos habitantes. Una ciudad rumorosa y a la vez sorda, que esperaba más a un mesías complaciente que la llegada de un siervo sufriente amigo de todos, amado del Padre y apasionado por su Reino.

Quienes mejor acompañaron a Jesús aquel día fueron los que estaban al margen de la ciudad, los que no se sentían parte de ella: sus discípulos y la gente sencilla. En su cercanía y en su camino encontraron un motivo de alegría y una esperanza. La ciudad, en cambio, se preguntaba extrañada: «¿Quién es este?» (Mt 21,10).

Sus habitantes no lograron comprender el alcance de su llegada, una visita que era verdadero kairós (Lc 19,46), ese tiempo de gracia y oportunidad única, porque era Dios mismo quien, en la persona de su Hijo, ascendía a Jerusalén.

Consciente de su misión, Jesús no cejó en su empeño. Se adentró en la ciudad como el pastor que busca a la oveja descarriada, incapaz de liberarse de los muros que la aprisionan. Sustentado en la fidelidad amorosa del Padre y arropado por el fervor de los más humildes, su anhelo era encontrarla, aliviar sus heridas, cargarla sobre sus hombros y llevarla a donde tuviera verdadera vida. La oveja añorada no era otra sino aquella misma ciudad.

Sin embargo, esta no quiso comprender que aquella visita humilde representaba una esperanza para ella. Su respuesta, lamentablemente, como tantas veces lo había hecho con otros, fue una cruz pesada. En los maderos que la constituían, la ciudad condensó su resistencia, su rabia, su miedo y su negativa a ser transformada por un siervo indefenso que tan solo deseaba hablarle al corazón, «al corazón de Jerusalén» (Is 40,2), para llevarle consuelo y buenas noticias.

Ante tanto desamor la respuesta de Dios fue similar, otra cruz, pero de vida: la suya propia, la que más amaba, la cruz de los brazos abiertos y las piernas heridas de su Hijo. Una cruz viva y reparadora porque ama y perdona. Una cruz con corazón. Por eso, desde esta cruz la respuesta que brota hacia el brazo que la hiere es de sangre y agua, primicias de vida nueva.

Desde ese mismo manantial también nace una brecha que parte sin ira, decidida y sin retorno, para resquebrajar los muros del odio de aquella y de toda otra ciudad semejante. Se abren así horizontes anunciados desde antaño para cuantos contemplan la escena: para María y el discípulo, la comunidad nueva; para el malhechor, el Paraíso inesperado; para los soldados, el fin de la idolatría. Pero se abren también horizontes para aquellos que acojan el testimonio que ofrece el testigo que vio todo aquello, «para que también ustedes crean» (Jn 19,35).

Desde el carisma

En la Iglesia también nosotros hemos sido llamados a ser parte de esa comunidad de testigos, para que “la ciudad” crea. El carisma que compartimos nos orienta y nos compromete en esa misión. Así lo quisimos reafirmar con el lema que nos motivó en el pasado Capítulo general: «Llamados a ser uno en un mundo en transformación. “Para que el mundo crea” (Jn 17,21)». En nuestras comunidades, en nuestras familias, allí donde estemos, anhelamos ser testigos audaces y creíbles del Costado traspasado, del Corazón abierto que tanto ama esta humanidad herida (cf. Cst 4).

Nos inspira también el P. Dehon, quien con corazón de discípulo no dejaba de sorprenderse y suplicar ante tanto amor donado: «Empiezo, oh buen Maestro, a comprender el amor que debo a mi Dios, ayúdame»[2].

Desde nuestra perspectiva, ¿cómo podemos fomentar y testimoniar de manera más coherente, en espíritu y en verdad, que estamos comprendiendo este mismo amor? Las Constituciones SCJ nos interpelan al respecto. Puede parecer inusual que nos planteen preguntas concretas cuando, de un texto como este, esperamos más bien respuestas. No son más que dos, pero sin duda esenciales. Quizás estén ahí para mantenernos en un diálogo abierto e indispensable con la novedad permanente del carisma y del Evangelio.

Ambas están en la segunda parte de las Constituciones, la titulada: «En seguimiento de Cristo». La primera de ellas está en la sección «Con Cristo, al servicio del Reino» (nn. 9-39), que de manera particular inspira al Jubileo Dehoniano[3]:

Vivimos nuestra unión a Cristo con nuestra disponibilidad y nuestro amor a todos,

 especialmente a los humildes y a los que sufren.  En efecto, ¿cómo comprender el amor que Cristo nos tiene,  si no es amando como él, en obras y de verdad? (Cst 18)

La segunda de las preguntas está en la sección sucesiva, «Para continuar la comunidad de los discípulos» (nn. 40-85):

Imperfectos, ciertamente, como todo cristiano, queremos no obstante, crear un ambiente  que favorezca el progreso espiritual de cada uno. ¿Cómo conseguirlo, si no es profundizando en el Señor  nuestras relaciones, aun las más ordinarias,  con cada uno de nuestros hermanos? (Cst 64).

Estas preguntas pueden compararse con los movimientos de sístole y diástole del corazón. Si no ocurrieran, no habría vida. Si lo aceptamos así, la respuesta que demos a cada una de ellas nos dará cuenta del estado de salud de nuestra vocación, de nuestra fraternidad y de nuestro apostolado. Este ejercicio nos ayudará a conocer nuestras coordenadas vitales para saber qué tan cerca o lejos estamos del Corazón de Cristo y de nuestros hermanos. ¿Estamos distantes, como aquellos en la ciudad que se preguntaban “¿y quién es este?”, o cercanos, como los sencillos que podían sentir los latidos de quien caminaba en medio de ellos? Latidos del Corazón de Jesús, latidos de hermano, como los comprendió nuestro Venerable P. Dehon, que no dudó en seguirle confiadamente toda la vida:

«El Verbo, el Hijo primogénito de Dios, es mi hermano mayor, mi gran hermano, ¡y qué amoroso, qué abnegado es! Se hizo hombre para ser mi hermano aún más íntimamente, para salvarme del naufragio, para sufrir y morir por mí. Amo a mi hermano mayor, quiero escucharle, seguirle, imitarle, quiero vivir siempre con él»[4].

Así lo hemos querido recordar en el lema del Jubileo Dehoniano: “Por Él vivo: es Cristo quien vive en mí”. Esta es la gracia que deseamos para cada uno de nosotros, de modo que sepamos dejarnos mover por el Corazón del Salvador, que nos acerca a las realidades complejas de las relaciones humanas, en la comunidad, en la familia, en todas las esquinas de este mundo, con ojos de bondad y de misericordia. Cuánto agradecemos el testimonio de quienes así lo han entendido y se adentran, como Jesús en Jerusalén, para encender una esperanza nueva.

Que el Señor bendiga a quienes así lo hacen: los religiosos, laicos dehonianos y tantos colaboradores que entran en los inmensos campos de refugiados de Corrane (norte de Mozambique) y Mahagi (noreste de la R.D. del Congo) para sostener su dignidad; los que en Irpin (Ucrania) llevan consuelo y alimentos a los ancianos en sus casas; los que en Kasanag (Filipinas) han oído el llanto de las niñas y jóvenes maltratadas; los que en la Comunidad Betânia (Brasil) acogen a hombres y mujeres víctimas de dependencias tóxicas; los que en Zagreb (Croacia) abren las puertas para que día y noche la Eucaristía sea adorada; los jóvenes y voluntarios europeos que se ponen en camino para construir puentes de amistad y de solidaridad en diversos lugares; los que desde SettimanaNews en Bolonia (Italia) crean redes y abren perspectivas para pensar y entender los tiempos que vivimos; los que en Milwaukee y en Toronto (Norteamérica) alzan la voz y acompañan a los inmigrantes; los que en Pamulang Timur (Indonesia) construyen espacios de convivencia entre culturas y religiones… ¡Todos y cada uno de ellos abriendo brechas a la esperanza y a la vida!

Y la lista puede continuarse, porque este Corazón que celebramos da para mucho y porque son muchos los que responden con corazón decidido a la pregunta que un día brotó desde las entrañas de Jesús a sus atónitos discípulos: «¿Comprenden lo que acabo de hacer con ustedes?» (Jn 13,12).

A todos, un feliz día del Sagrado Corazón de Jesús,

En Él, fraternalmente,

P.Carlos Luis Suárez Codorniú, scj
Superior general y su Consejo


[1] Papa Francisco, «Dilexit nos», 45.

[2] « Je commence, ô bon Maître, à comprendre l’amour que je dois à mon Dieu, aidez-moi». Léon Dehon, De la vie d’amour envers le Sacré Cœur de Jésus. Trente-trois méditations pouvant servir pour le Mois du Sacré-Cœur (1901). https://www.dehondocsoriginals.org/pubblicati/OSP/VAM/OSP-VAM-0002-0004-8060204?ch=170

[3] Cf. «Por Él vivo: Cristo es el que vive en mí» (Ga 2, 20). Carta al inicio del centenario de la muerte del Padre Dehon y en preparación del 150 aniversario de la fundación de la Congregación, Bruselas, 12 de agosto de 2024.

[4] « Le Verbe, Fils de Dieu premier-né, est mon frère aîné, mon grand frère, et combien aimant, combien dévoué ! Il s’est fait homme pour être encore plus intimement mon frère, pour me sauver du naufrage, pour souffrir et mourir pour moi. J’aime mon grand frère, je veux l’écouter, le suivre, l’imiter, je veux vivre avec lui toujours ». https://www.dehondocsoriginals.org/pubblicati/JRN/NQT/JRN-NQT-0005-0040-0053103?ch=85

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