El año que concluye nos permitió celebrar el centenario de la muerte del P. Léon Dehon. Con diversas iniciativas hemos agradecido a Dios el don de su vida y de su carisma. Todavía, y hasta el próximo 2028, cuando celebraremos el 150 aniversario de la fundación de la Congregación, hemos sido invitados a vivir “un periodo de profunda renovación espiritual y vocacional para cada religioso de la Congregación y para cada uno de los miembros de la Familia dehoniana”.
Para favorecer que así sea, uno de los recursos indispensables es el acercamiento frecuente y reflexivo a la vida y a la obra del P. Dehon. Con ese propósito, ahora que estamos por celebrar el nacimiento del Redentor, conviene recordar una vivencia muy particular que tuvo el joven Léon Dehon y que orientó decididamente su vida. Él mismo nos la cuenta en sus memorias. Apenas tenía trece años de edad. Era la noche de Navidad y servía al altar en la capilla de los Capuchinos en Hazebrouk:
«Allí recibí una de las impresiones más fuertes de mi vida. Nuestro Señor me exhortó con fuerza a entregarme a él (…). Tuve la impresión de que mi conversión se remontaba a aquel día. ¡Cómo puedo expresar toda mi gratitud al adorable niño Jesús!» (NHV 1/52).
Tan intenso fue lo vivido que, a tan solo dos años antes de su muerte, el P. Dehon quiso dejar nuevamente constancia de la huella que dejó en él aquella Navidad:
«Siento una gratitud desconcertante al ver cómo Nuestro Señor preparó y conservó de manera tan maravillosa mi vocación».
A partir de esta gratitud y de la conciencia del P. Dehon ante la llamada que Dios le hizo, les invito a compartir un acercamiento al misterio de cuanto estamos por celebrar.
«Una gratitud desconcertante»
Algo que caracteriza a los personajes más destacados de la narrativa bíblica, desde el Adviento hasta el Bautismo del Señor, es el desconcierto generalizado que vivieron. Para ninguno de ellos fue sencillo asumir lo acontecido en torno a la encarnación del Verbo.
Llegado el momento oportuno, Dios, fiel a su estilo, quiso, como «en el principio», la participación de determinados colaboradores para darle rostro a su Palabra más íntima y definitiva: Jesús. Entre otros, eligió: una pareja de ancianos irreprochables, pero sin descendencia; unos jóvenes prometidos, con casi todo por hacer; unos extranjeros arriesgados y atentos para llegar al lugar deseado, como tantos de hoy en la noche de mares y caminos; también quiso contar con trabajadores del campo, gente de pies curtidos y sueño ligero, habituados a largas vigilias al amparo de las hogueras, como las que alumbran los miedos y las angustias de los refugiados de tantas guerras y violencias.
Dios incluso contó con la colaboración de uno que estaba en el seno materno. Su nombre era Juan, tal como lo dispuso su madre. Fue un auténtico hooligan de la esperanza. Desde antes de nacer, y hasta el final de sus días, se consagró plenamente al anuncio del Mesías. Su vida y su predicación no dejaron indiferente a nadie. Un día, mientras bautizaba junto al río Jordán, Jesús fue a su encuentro. A pesar de haberlo anunciado con fidelidad y convicción, el Bautista no esperaba que el Mesías llegara hasta él de la manera en que lo hizo: sencillo, sin estruendos ni fuego entre sus manos, sin defensa, tan solo rodeado de gente que anhelaba vivir según el querer de Dios. Juan no salía de su asombro. Su gozo y su desconcierto se fundieron en una pregunta «… ¿y tú vienes a mí?» (Mt 3,14).
¿Qué mejor disposición para contemplar y celebrar el misterio de la venida del Señor que permitir que esa misma pregunta siga haciendo eco entre nosotros? De alguna manera implica dar razón del Jesús en el que cada uno espera: ¿Qué lo caracteriza? ¿Cómo lo anuncias? ¿Cómo y dónde lo reconoces? ¿Cómo afecta su vida y su mensaje a tu proyecto personal, a tu vida fraterna, a tu pastoral? En la búsqueda de las respuestas, una buena guía pueden ser las palabras recientes del Papa León XIV:
(…) no es suficiente limitarse a enunciar en modo general la doctrina de la encarnación de Dios; para adentrarse en serio en este misterio, en cambio, es necesario especificar que el Señor se hace carne, carne que tiene hambre, que tiene sed, que está enferma, encarcelada. «Una Iglesia pobre para los pobres empieza con ir hacia la carne de Cristo. Si vamos hacia la carne de Cristo, comenzamos a entender algo, a entender qué es esta pobreza, la pobreza del Señor. Y esto no es fácil» (Dilexi te 110).
Así lo entendió Juan Bautista y así lo dio a saber a quienes le preguntaban qué tenían que hacer para salvarse (cf. Lc 3,10-14). Muchos que lo oyeron quedaron desconcertados y lejos de cualquier forma de agradecimiento. Otra, sin embargo, es la conciencia agradecida que Jesús, encarnado en la historia, adquirió de su misión:
Por aquel entonces dijo Jesús: «Padre, Señor del cielo y de la tierra, te doy gracias porque has ocultado todo esto a los sabios y entendidos y se lo has revelado a los sencillos» (Mt 11,25)
«Cuán maravillosamente Nuestro Señor preparó y conservó mi vocación»
La vocación, como la encarnación del Verbo, tiene siempre un antes y un después, como cualquier acontecimiento humano. La Palabra escuchada a lo largo del Adviento fue detallando cómo Dios preparó a los colaboradores arriba mencionados. A pesar de la desafiante misión, acabaron expresando gozo por la invitación que Dios les hizo: Zacarías, con voz madurada en el silencio, bendijo al Señor; Isabel, liberada de su humillación, reconoció la obra de Dios en su pariente; María, por su parte, enraizada en la misericordia divina, dijo un sí sin límites; José, vencidas las incertezas, dio pasos firmes para cuidar de su familia; los viajeros del Oriente, cautivados por el verdadero tesoro, no cedieron a las patrañas de un despótico gobernante; los pastores, como los mensajeros del Cielo, anunciaron la buena nueva. ¿Y Juan? Continuó a sostener la esperanza de su pueblo, hasta el martirio, como mucho después lo hizo nuestro hermano el P. Martino Capelli scj, reconocido digno de ser beatificado próximamente.
Vemos, por lo tanto, que la transformación acontecida en los colaboradores de Dios comportó la superación de resistencias e incomprensiones, tanto propias como ajenas. También Juan las tuvo. De hecho, el Bautista intentó disuadir a Jesús de su propósito de recibir el bautismo de agua que impartía a los pecadores.
¿Por qué será que, entre los más allegados de Jesús, entre los «que siguen más de cerca el anonadamiento del Salvador», a menudo surge el intento de distraerlo de la voluntad del Padre? ¿Será para quitarle peso, para hacer más light la misión del Hijo, o más bien para evitar riesgos o consecuencias indeseadas en la vida de quienes le siguen? En cierta manera, también lo intentaron María y José (cf. Lc 2,48-50), y más veces aun María junto con otros parientes (cf. Mc 3,31-35). El apóstol Pedro, por su parte, no se quedó atrás. Se opuso abiertamente al camino de Jesús cuando anunció las consecuencias que tendría su fidelidad total al Padre (Mt 16,22). Pero en la lógica del Reino, en la comprensión que Jesús tiene, solo quien pierde la vida, solo aquel que la ofrece por el Reino del Padre, la gana.
Así lo empezó a asumir el P. Dehon a partir de lo vivido en torno a aquella nochebuena de 1856: «Sentí la vocación divina desde la primera noche de Navidad (…) y no he variado desde entonces» (NQT 44/128). Esta certeza, cuidada y cultivada a lo largo de toda su vida, lo fue transformando en un apasionado colaborador de la causa del Reino.
Volviendo repetidas veces a la contemplación del misterio de la Navidad, el P. Dehon nos descubre que su anhelo más profundo iba más allá de ser un renombrado apóstol o un fecundo activista en las redes sociales, como se diría hoy. Su mayor aspiración era otra: ser hijo, gozarse del Padre misericordioso que fue revelándose en su vida, y caminar como hermano de Jesús al encuentro con todos:
Permaneceré en un estado habitual de gratitud, de amor filial hacia ti, oh Dios mío, que me diste tu semejanza en la creación y me hiciste hijo tuyo. Entiendo y quiero vivir esta palabra de San Pablo: «Vivan como hijos amados» (Ef 5,1). ¡Hijo de Dios! ¡Qué hermoso título! ¡Cómo no amarte, oh Padre mío, con tierno y filial amor! (CAM 1.31)
Pidamos que esta Navidad nos renueve en la gratitud. Que el Redentor, nacido en Belén, no deje de sorprendernos, e incluso de desconcertarnos, para que avive la inquietud en la vocación de amor y reparación a la que unos y otros hemos sido llamados. Que desde la variedad de estados de vida en que nos aúna la Familia Dehoniana sepamos vivir como hijos e hijas de Dios, especialmente atentos a los más vulnerables y heridos en medio de nuestras comunidades, en nuestras familias y allí donde Dios nos lo dé a entender.
En el Corazón del Príncipe de la Paz, feliz Navidad y venturoso año nuevo,
Carlos Luis Suárez Codorniú, scj
Superior general
y su Consejo



