20 febrero 2023
20 feb. 2023

Sentido de la Cuaresima

Para la Iglesia, la celebración más importante del año es la Pascua. Por eso hay un tiempo extraordinario de preparación que dura cuarenta días. Es una cuarentena que empieza con el miércoles de ceniza y termina con el domingo de ramos.

de  Primo Corbelli, scj

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Para la Iglesia, la celebración más importante del año es la Pascua. Por eso hay un tiempo extraordinario de preparación que dura cuarenta días (=cuaresma). Es una cuarentena que empieza con el miércoles de ceniza y termina con el domingo de ramos. Y así como hay una cuarentena de preparación a la Pascua, también hay una cincuentena después de Pascua para profundizar en el misterio pascual. Con la cuaresma se quiere recuperar el espíritu de los cuarenta días (número simbólico) pasados por Jesús en el desierto, dedicados a la oración y a la Palabra de Dios.

MIÉRCOLES DE CENIZA

El miércoles de ceniza se llama así porque el sacerdote bendice e impone la ceniza sobre la cabeza o en la frente de los fieles. Esta costumbre nos llega de la época antigua cuando los pecadores públicos debían presentarse ante la comunidad con una túnica de tela gruesa como arpillera y ceniza sobre la cabeza y la ropa. Era un signo de humillación y arrepentimiento. Como consecuencia de la desaparición del catecumenado (=bautismo de adultos) y de las penitencias públicas, se puso cada vez más el énfasis en el ayuno y la abstinencia, dentro de una atmósfera triste de renuncias y sacrificios. En realidad no es ese el significado de la cuaresma, que es un llamado a la conversión, al arrepentimiento y confesión de los pecados en vista de la renovación del Bautismo en la noche pascual.  El miércoles de ceniza el sacerdote pone un poco de ceniza sobre la cabeza  de los fieles y dice: “eres polvo y en polvo volverás” (Gen 3,19). Dios había hecho al hombre con polvo de la tierra (Gen 2,7). Significa que somos seres mortales, frágiles y pecadores. Al recibir la ceniza y al contestar “amén”, nos reconocemos pecadores y nos comprometemos a cambiar o mejorar la vida con la ayuda de Dios. Para eso la Iglesia nos propone tres prácticas recomendadas en el evangelio: la oración, la limosna y el ayuno (Mt 6,1-8;16-18 ) siempre que no las hagamos para ser vistos y aplaudidos sino para acercarnos mayormente a Dios.

ORACIÓN, LIMOSNA. AYUNO

Tal como había hecho Jesús yendo al desierto, Él mismo nos invita a la oración personal en la soledad de una pieza (Mt 6,6) cerrando con llave la puerta para evitar los ruidos y escuchar a Dios que nos habla en el silencio. Hay que dejar afuera todo, como María, la hermana de Marta, que estaba a los pies de Jesús para escucharlo a Él solo. Orar no es algo facultativo; es esencial como el aire para vivir. Lo mismo la Palabra de Dios, ya que el hombre no vive de solo pan (Mt 4,4).
Orar no consiste en doblarse sobre uno mismo mirándose el ombligo ni en multiplicar palabras, sino en buscar lo que Dios desea de nosotros y cómo agradarle.
La palabra “limosna” perdió hoy su sentido original. En el idioma griego de los evangelios no significa darle una monedita a un pobre, entregarle las migajas de la mesa, deshacerse de lo superfluo para limpiar la casa. Es ayudar a que todos los seres humanos tengan lo necesario para vivir dignamente. Hoy esta palabra se traduce con “solidaridad” que en primer lugar implica la justicia. Es una palabra que se conjuga no con el verbo “dar” sino con el verbo “compartir” entre hermanos; dar de lo propio como en las primeras comunidades cristianas en las que a nadie le faltaba lo necesario (He 4,34). Es remediar la carencia de quien recibe un salario que no le alcanza para llegar a fin de mes, comprarles alimentos o remedios a quien vive solo y abandonado, dar una mano a quien no tiene trabajo por edad, enfermedad, discapacidad. Es practicar las obras de misericordia no como algo optativo sino vinculante.
Decía san Juan Crisóstomo: “Si ayunas y rezas sin dar limosna, eres peor que un glotón y un borracho porque la crueldad hacia el pobre es un pecado mucho más grave”. Por eso en la Biblia el ayuno siempre va unido a la limosna. El ayuno por sí mismo no tiene sentido. Agrada a Dios cuando desemboca en el servicio a los pobres. Se trata de tener menos o privarse de algo para que otros tengan lo suficiente para vivir.
El profeta Isaías (58,4-7) cuestiona a los jefes religiosos de Israel porque ayunan y al mismo tiempo oprimen al pueblo y hacen sus negocios a expensas de los pobres. El ayuno no solo abarca la comida sino también la vista, la lengua y todos los sentidos. No solo hay adicciones al alcohol, a la droga o a la pornografía, sino también a la televisión, internet, celulares… que nos esclavizan y roban horas preciosas que podríamos usar en algo útil para todos. El ayuno consiste hoy en vivir una vida sobria dentro de una sociedad consumista y derrochona; en  no caer en el despilfarro ni dejarse esclavizar por una publicidad que promueve necesidades engañosas. Es dedicar más tiempo y poner nuestras capacidades al servicio de los necesitados que tenemos cerca. El ayuno es la manera de solidarizarnos con los millones de hambrientos y marginados a los que no podemos llegar.

TENTACIÓN Y PECADO

Todos somos objetos de las tentaciones que provienen del diablo. “Diablo” es una palabra griega que significa “el que divide”, el que nos separa de Dios y de los hermanos con palabras engañosas (Jn 8,44) porque hace que el mal parezca bien y el bien parezca mal. Hasta Jesús fue tentado (Lc 4,1-13). Había ido al desierto llevado por el Espíritu de Dios recibido en el Bautismo para orar, ayunar y prepararse a la misión y fue tentado igual que nosotros. La tentación no es pecado. No hay que acusarse de tener tentaciones, pero sí advertir que en muchas situaciones se da la tentación y no hay que exponerse. Si bien la tentación es una invitación al mal, una atracción hacia el mal, al mismo tiempo  puede ayudarnos a crecer en la fe y a purificar nuestra vida espiritual.
Las tentaciones de Jesús en el desierto son las mismas de la Iglesia y de todos los cristianos: el materialismo, las riquezas, el poder, la gloria… Sin embargo la cuaresma no tiene como finalidad principal luchar contra las tentaciones y confesarse por lo menos para Pascua.  Al  sacramento de la confesión se lo llamaba antes sacramento de la “penitencia” (del latín= arrepentirse), pero se terminó poniendo en primer lugar la confesión de los pecados. La palabra “penitencia” no se usó más, porque evocaba en la mente de los fieles las penas que había que padecer en reparación de las faltas. Sin embargo al sacramento (que hoy se llama de la reconciliación) siempre debe anteponerse  la penitencia o conversión (He 2,38) que es el verdadero objetivo de la cuaresma. Una conversión que va más allá de la cuaresma y ha de renovarse constantemente. El diablo siguió tentando a Jesús toda la vida hasta en la cruz por boca de los sumos sacerdotes: ”si eres el hijo de Dios baja de la cruz y creeremos en ti” (Mt 27,42).
La “buena noticia” de Jesús es que Él es “más fuerte” (Lc 11,20) que el diablo y es capaz de expulsarlo del ser humano. Hay muchos que se confiesan y creen que con tres Ave Marías ya no le deben nada a nadie, ni a Dios. Dicen: “He cumplido con Dios” con la satisfacción de haber pagado una deuda, sin más compromisos.  Pero la verdad es que uno se siente cada vez más pecador en la medida que cada vez se acerca más a Dios; y cada vez más siente necesidad de Él para expulsar los malos espíritus.  La palabra “conversión” (del griego “metanoia”) significa cambio de vida, de rumbo; volver a Dios y dejarse conducir por Él.

DOS TIPOS DE RELIGIÓN

Hay dos tipos de religión. La primera es la de lo que hacemos nosotros para Dios. De ella surge la preocupación de hacer méritos para ganarse el cielo, la angustia para lograr la perfección ética, la obsesión del pecado, el desánimo frente al fracaso. Para estas personas el sacramento de la reconciliación es una rendición de cuentas, un inventario lo más preciso posible de los pecados cometidos, un tribunal frente a un juez riguroso. También Judas, arrastrado por el remordimiento, confesó su pecado a los sacerdotes y cumplió con la penitencia devolviendo las treinta monedas. Pero no encontró una mirada de misericordia y no creyó que Jesús pudiera perdonarlo, debido a que el suyo era un pecado demasiado grande; y se ahorcó.
El segundo tipo de religión es la de lo que hace Dios por nosotros. Al descubrir el verdadero Dios de Jesucristo, como consecuencia obvia se produce la conversión. Fue el caso de Pedro que, sin ningún examen de consciencia tan solo miró a Jesús y lloró amargamente. Pero más que de amargura eran lágrimas de gozo y agradecimiento, al constatar que Jesús lo seguía amando.
La conversión no es fruto de voluntarismo sino de un encuentro con la persona viva de Cristo Resucitado, representado por ese cirio en la noche de Pascua, de cuya luz sacamos luz y esperanza nosotros también.
Será Él quien realmente cambiará e iluminará nuestra vida. Muchas veces se cree que el amor y la amistad de Dios están reservados  a los buenos, pero es al revés; es el amor de Dios y de Jesús que nos hacen buenos.
Dios nos ama como a hijos suyos, a pesar de nuestros pecados. No tenemos que preocuparnos tanto de nuestros pecados sino de confiar mucho en Dios. Santa Teresita poco antes de morir dijo: ”Aunque hubiera cometido los peores crímenes, seguiría teniendo la misma confianza en la misericordia de Dios”.
Hay gente que no va a la Iglesia o a misa porque se cree indigna y rechazada por Dios. Sin embargo Cristo fue acusado de ser amigo de los pecadores y comer con ellos. Esperaban a un juez que barriera con los pecadores y llegó un médico amigo (Mt 9,12) para proporcionarles alivio y curación. Jesús ve a los pecadores como enfermos que hay que curar con cariño, y no condenar. Cuanto más lo necesitamos, tanto más Dios se nos acerca como hace un padre o una madre con el hijo enfermo. Los casos más difíciles para un médico son los que no se creen enfermos y rehúsan curarse. El cristiano no es necesariamente mejor de los que no lo son; es pecador como todos pero se sabe perdonado y cree, como san Pablo, que nada lo podrá separar jamás del amor fiel de Cristo, ni el pecado ni la muerte.

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